Entre logros invisibilizados y violencia normalizada, las deportistas enfrentan una lucha constante por reconocimiento, respeto y equidad en un sistema que aún responde a estructuras patriarcales.
Samantha Rivera Donis
Investigadora Utec
samantha.rivera@utec.edu.sv
Foto: Alexander Morales
El mundo del deporte ha sido, con justa razón, considerado un tesoro de la humanidad: un escenario de competencia, orgullo y superación. En él, deportistas de todas partes del mundo se convierten en símbolos nacionales e, incluso en algunas ocasiones, mundiales; referentes de lucha, disciplina y excelencia.
A pesar de ello, detrás del brillo de las medallas, los trofeos y los aplausos, en el caso de las mujeres, persisten realidades alarmantes: la violencia, el machismo, la exclusión y la disparidad siguen siendo parte estructural de este mundo.
Y es que la violencia en el deporte va mucho más allá del daño físico, esta se encuentra profundamente arraigada en las dinámicas cotidianas de entrenamiento, en la relación con las instituciones y en una cultura que reduce a los y las deportistas a simples instrumentos de rendimiento, despojándolos de su bienestar integral.
En este escenario, las mujeres enfrentan un doble desafío, el demostrar su capacidad en espacios históricamente negados o insivilizados, mientras resisten la constante amenaza de violencia física, psicológica y sexual. No es casualidad que la violencia de género siga presente en las canchas.
Durante décadas, el deporte ha sido territorio casi exclusivo de los hombres, y aunque las mujeres han logrado abrirse paso con esfuerzo y sacrificio, su presencia en el mundo del deporte sigue siendo sexualizada, minimizada o simplemente ignorada.
Gallo Cadavid et al. en el 2000 a través de su artículo Participación de las mujeres en el deporte y su rol social en el área metropolitana del Valle del Aburra, Medellín, secunda a García Ferrando al retomar su cita “a lo largo de los siglos estereotipos, prejuicios y falsas concepciones […] han limitado la participación de las mujeres en la práctica de los deportes”.
Debido a estos precedentes el acoso, el hostigamiento y la revictimización forman parte del día a día para muchas deportistas que, además de competir, deben luchar por su derecho a estar dentro de un sistema que muchas veces las silencia.
Creencias que prevalecen
En contextos como el salvadoreño, aún prevalecen las creencias de que la disciplina se construye a través de la violencia. Esta lógica no solo es parte de la cultura deportiva, sino también de los valores sociales más amplios, donde la autoridad se asocia al castigo, y no al respeto. En el deporte, esto se traduce en entrenamientos abusivos, gritos, humillaciones y castigos físicos que se justifican como parte del camino hacia la perfección.
En el caso de las mujeres, esta violencia es tan cotidiana que se normaliza. Comentarios sobre su apariencia física, exigencias estéticas o comparaciones constantes con sus pares masculinos son apenas la superficie. García Avendaño et al., en el artículo titulado Mujer y deporte. Hacia la equidad e igualdad del 2008, nos introduce en los principales mitos asociados a las mujeres en el deporte: que las masculiniza, que es riesgosa para la salud reproductiva, y finalmente, que no es de interés para las mujeres, o simple y sencillamente que no son buenas en ello.
A esto se le suma la desigualdad en el acceso a recursos, patrocinios y visibilidad mediática, entre otros factores, lo que pone en evidencia una brecha estructural que trasciende el rendimiento deportivo. Fernández Villarino y López Villar, en su estudio La participación de las mujeres en el deporte. Un análisis desde la perspectiva de género del 2012, sostienen que estas condiciones perpetúan disparidades profundamente arraigadas, las cuales no solo persisten, sino que se además se amplifican y refuerzan las desigualdades ya existentes en el ámbito deportivo.
Está problemática no se limita al nivel profesional. Desde las categorías infantiles hasta las profesionales, o por esparcimiento, la violencia persiste, no solo entre el público o aficionados, sino también dentro de las propias instituciones que, en teoría, deberían proteger a sus deportistas.
En 2023, a partir de doce entrevistas en profundidad con mujeres deportistas y el análisis comparativo de más de 150 encuestas aplicadas dentro y fuera del ámbito deportivo, se evidenció una marcada brecha, a veces radical, otras más sutil, entre las condiciones y el imaginario asociado de la participación de las mujeres en el deporte.
Ajustarse a estereotipos
Si bien los datos reflejan una mayor apertura hacia la presencia de mujeres en este campo, las experiencias relatadas por las entrevistadas revelan un conjunto persistente de situaciones que vulneran su derecho al goce pleno del deporte y la actividad física. Este derecho está expresamente reconocido en el artículo 2, literal f, de la Ley General de los Deportes, bajo el principio de igualdad.
Es común escuchar frases como: “no sos una niña delicada”, “ya mejor salite”, “aguántate”, “creída”, “socada”, o “ese es deporte de hombres”. ¿Cómo es posible que expresiones como estas sigan formando parte del entorno deportivo donde niñas y mujeres buscan desarrollarse por no argumentar situaciones que vulneran su integridad física y sexual? Esta mentalidad alimenta un sistema que antepone el rendimiento al bienestar de quienes compiten, reforzando está idea de que su valor depende exclusivamente de sus resultados, y en algunos casos hasta de su género.
Sin embargo, los hombres tampoco están exentos, muchos de ellos se enfrentan a presiones para ajustarse a estereotipos, donde mostrar emociones, fatiga o vulnerabilidad no es aceptable. Esto, en muchas ocasiones, ha derivado en crisis de salud mental y física que apenas comienzan a ser abordadas con la seriedad necesaria.
Frente a esta realidad, se requiere hacer cambios estructurales, no basta con castigar casos aislados o emitir comunicados tras cada suceso. Es indispensable transformar las instituciones y espacios deportivos sean o no profesionales y, sobre todo en el caso de las y los deportistas profesionales, construir una cultura que los valore como personas, no solo como generadores de trofeos y medallas.
Cuando la violencia se normaliza, el deporte deja de ser un espacio de crecimiento y esparcimiento, convirtiéndose en un campo de batalla donde la dignidad y la vida misma se sacrifican en pro del triunfo. El deporte debe ser, ante todo, un espacio de respeto, equidad y bienestar, y todavía más, un espacio de empoderamiento para niñas y mujeres.
Pero esto solo será posible si reconocemos que las prácticas abusivas no son parte de la disciplina, sino el reflejo de una cultura que necesita cambiar de raíz, de igual forma el admitir el doble esfuerzo que hacen muchas mujeres para ser la mitad de reconocidas que los hombres en el mundo deportivo. Si queremos seguir celebrando victorias debemos garantizar que quienes nos representan lo hagan sin miedo, sin violencia, sin disparidades y con plena dignidad.
Por esa razón, ¿hasta cuándo permitiremos que la violencia siga siendo parte del juego, parte del deporte? Los espacios deportivos deben ser seguros para todas las personas, sin excepción. La verdadera victoria será suprimir la violencia del mundo del deporte.